Una tarde Enrique
salió al balcón. Miro con aires a través de los barrotes que lo separaban del abismo. Y en ese
instante tomo la decisión de no volver a salir de su casa. Era de wraps veggies, de tatuajes, de eco friendly y pet friendly, era de coca
life y dj’s, de budines veganos y
bicicendas amarillas, era del respirar y las mascotas, perdón, era de los
perros, pensó. Perros grandes, chicos, de cola larga y corta, perros
miniaturas, casi perros, perros.
Miro con aires y
desgano y repitió en silencio, a partir
de hoy me quedo acá. No encontró lo que alguna vez había sido tan suyo, tan
barrio. Era de edificios, y café en dólares, cerveza en dólares, corte de pelo
en dólares. Miro la plaza, y fueron cómplices. Vos me entendes, pensó, vos
si me entendes. Verde, seguís verde, seguís tierra, seguís agua. Yo, como
vos sigo agua, sigo tierra, pero solo. Por eso, a partir de hoy me quedo. A los
de Ravignani le ofrecieron millones, y se entregaron. Hoy una peluquería con
fusión de bar en dólares que no entiendo.
Pucha.
A partir de hoy
no salgo más.
Y fue asi. Se
quedo. Quieto. Preso. Tieso. Enrique creció un día en hojas, se convirtió en
planta. De sus pies brotaron raíces, y de sus raíces ramas. Y sus ramas se
atajaron a los barrotes, y lo cubrieron. Cubrieron el cuarto entero primero.
Cubrieron las paredes, y los techos. Cubrieron la cocina, la heladera y el sofá.
Cubrieron su cama, el inodoro, y las cortinas. Cubrieron todo hasta dejarlo
nada. Por el balcón Enrique cantaba en hojas, en plantas y le susurraba al
barrio. Le cantaba al barrio ahora que era planta, barrio amigo, barrio
querido. Ahora si. Ahora te miro tranquilo. Hecho planta para siempre y por
siempre. Me quedo aca, hecho planta. Me quedo aca por siempre.