Hacia frio, esa mañana
en que Roberto salió de su casa. Iba al trabajo, como siempre, y vestía los
mismos zapatos gastados y camisa abotonada al cuello, como siempre.
Como siempre,
camino por las mismas cuadras, y paso delante del mismo puesto de diarios.
Hasta ahora, nada
original, nada que llamara su atención, o la nuestra. Roberto, su camisa, sus
zapatos, y la calle.
Cruzo la avenida,
precavido, quizás quejándose ante algún colectivo prepotente, y piso la misma
baldosa floja, que los días de lluvia mojaba esos mismos zapatos gastados.
El otoño era el
mismo que Roberto había conocido en la ciudad. Gastado, seco, y pintado. Le
gustaba el otoño a Roberto. Pero seguía siendo el mismo, solo que aquel árbol
que tanto le gustaba había gastado sus hojas antes de tiempo. Que lastima,
pensó. A Roberto le gustaban sus hojas.
Paso ante el
puesto de flores, y no compro ninguna, lo mismo con el puesto de sahumerios y
medias arrinconadas en la vereda, tampoco lustro sus zapatos en la esquina, ni
freno a llenarse del olor de la garrapiñada que tanto le gustaba.
Dudo en entrar a
la panadería, pero enseguida siguió su trayecto sin demorarse. Espero en otra
esquina, la vida del peatón por la mañana puede ser estresante. Y a Roberto no
le gustaba estresarse. Espero.
Y en esa espera, se
encontró con un cartel que desde el poste de luz lo miraba y lo buscaba.
Don especial desde el nacimiento. Videncia. Cambie su vida, encuentre el
amor. Zulma.
Curioso, pensó.
Miro a su
alrededor, para asegurarse que nadie estuviera viendo sus pensamientos.
Escuchando sus ideas. Y al confirmar que se encontraba solo con Zulma, tomo su
celular de botón 7 gastado, y agendo aquel número.
Quizás había
dejado algún semáforo más de lo habitual. No se había percatado. Pero entonces
alzo la vista, cruzo la calle, tomo las llaves y abrió las puertas de la
ferretería.
Zulma en su
bolsillo, y el mismo olor oxidado de los años en aquel cuarto.