De mis mañanas con Emma recuerdo bastante.
Recuerdo que yo era joven, y ella mayor. Ya su pelo lo cubría una nevada inevitable, y
en mi florecían aun los colores de la primavera.
Su paso era lento y entregado, el mío en cambio ansioso y
sin miedo. Ella tomaba mi mano con fuerza y yo respondía con una sonrisa. Pero
eso fue más adelante.
La primera vez que tomo mi mano, quise escapar. Sus arrugas
y fríos dedos despertaban en mi terror y rechazo. Quizás un rechazo al final,
un terror a la muerte. Pero muy en el fondo, muy adentro sin que yo lo notara. Cada
vez que tomaba mi mano para comenzar, una lucha silenciosa comenzaba, donde una
quería aferrarse, y la otra huir.
Sin embargo su tono no era del todo amigable. Quizás también
por eso deseaba huir. Hablaba como quien odia el mundo en el que vive, como
quien detesta la juventud y lo que los años han traído. Hablaba con amargura,
con paciente violencia. Más adelante pude entenderla, pude acostumbrarme sin
odiarla.
No sabía por qué razón había terminado ahí, pero terminé
descubriendo lo milagroso de los encuentros, gracias a Emma. Y puede sonar
aburrido decir que de aquél encuentro aprendí bastante, pero así fue.
Tocaba su puerta a las 8. Después de haber dado vueltas sin
sentido en mi cama para no enfrentar la ocasión de buscarla. Ella tardaba unos
minutos, quizás también dando vueltas sin sentido para no enfrentar la ocasión
de encontrarme. Entonces, abría la puerta con esa lentitud que la
caracterizaba, y su mirada encontraba la mía pidiendo refugio. Esa
contradictoria mirada tan agresiva como encantadora, me mareaba, y me hacía
bajar la vista. Tantas veces había escuchado hablar de la experiencia de la vejez,
pero nunca la había tomado en serio, hasta que encontré aquellos ojos negros. Como
espejos del alma, aquellas lunas eran espadas de miel.
Emma era de mediana estatura, y siempre llevaba un elegante
saco de corderoy azul, regalo de Lola, me había dicho alguna vez. Porque si había
algo que Emma no hacía, era repetir anécdotas. A diferencia de la mayoría, como
había escuchado, ella ahorraba sus palabras, y cada cosa que me contaba era
única e irrepetible. Yo, sin saberlo, había ido recolectando cada palabra y
reteniendo cada melodía que de su boca había salido.
Disfrutaba del otoño, porque los colores de las calles hacían
que valiera la pena el abrigo. Y su saco de corderoy azul a tono con los ocres
de los árboles, le recordaba a viejas épocas. Así había dicho. La caída de las
hojas… la caída… caer… lo seco… lo marchito… el otoño… la vejez…
Yo en cambio prefería la primavera. Las flores nacientes,
los colores vivos de algo nuevo, esperanzador… vida… pura vida…
Y allí radicaba nuestra diferencia. En las estaciones.
Caminábamos unas cuadras entre hojas secas y flores
gritonas, para sentarnos en algún banco de la plaza. Ella decía que desde esa
plaza podía ver la vida entera. La vida desde sus inicios. Quizás porque las
plazas tienen un dejo de melancolía, las plazas siempre están en estado natural
de reconstrucción. En ellas se encuentran la muerte y el nacimiento sin
conflictos de poder. Entonces era ahí, donde Emma gustaba de pasar la mañana. Y
quizás permanecíamos en silencio durante un largo rato, observando con
diferentes ojos, escuchando con distintos oídos, pero participando activamente
de la vida, del mundo que se representaba con esta escenografía.
El frio la ponía tensa. La asustaba. Le recordaba eso que no
quería recordar, ese olor agudo que un día se había llevado lo que más había
querido. Fue un día de invierno en que quedó sola, y desde entonces no tuvo
intenciones de vivir, como la actividad que nombramos por VIVIR.
Y creo que acá fue donde mi personaje se hizo presente, y
así como se produjo el milagro del encuentro. Como agua que nutre un árbol, y
árbol que a su vez crece fuerte y hoy es tan alto como el infinito, Emma se
dejó disfrutar de la vitalidad de mi inocencia. Los paseos, con el mismo silencio,
fueron encuentros, de esos que son verdaderos. De esos encuentros que
permanecen a pesar del tiempo.
Encuentros. Milagroso encuentros. Porque de Emma recuerdo
fuertemente eso.
Ya después su mano dejo de parecerme fría, y en cambio me
sanaban con su calor. Ya no me daba terror, sino que quería sostenerla con más
fuerza. Aferrarme, entregarme a aquel miedo a terminar, a que todo termine, a
que el día se apague.
No sé si es bastante, pero de mis paseos con Emma recuerdo
lo más importante.